Así como las banderas políticas de un candidato son el ariete de la campaña electoral, el cumplimiento de los servicios públicos es la piedra angular para el éxito de cualquier gestión de gobierno.
El éxito de la campaña se premia con el trono del poder, bien sea para presidente, gobernador o alcalde; mientras que los buenos servicios para la población auguran el triunfo de una gestión administrativa.
Por siempre, la prestación de los servicios públicos: agua, electricidad, gas, teléfono, vialidad, salud, aseo urbano, educación, recreación, cultura y deportes; cualquiera de ellos, en mayor o menor cuantía, han sido los causantes de la erosión de una gestión administrativa. Es lo que conocemos como el “desgaste político”. Sin menospreciar en el análisis a otros flagelos, como la corrupción, la autocracia, el nepotismo, burocracia excesiva, ineficiencia, prevaricación, abuso de autoridad; entre otros, que afectan la moral, la equidad y la eficacia de esa gestión.
Cuando la población comienza sentir la escasez de agua en su hogar, cuando le falta el alumbrado o el deterioro de los artefactos eléctricos a causa de las fluctuaciones intermitentes; cuando no llega el gas y tiene que salir a cargar la bombona a varios metros de su casa, corriendo cualquier riesgo de accidente porque también la tiene que instalar; cuando no tiene comunicación con la familia porque el teléfono no tiene línea; o, en definitiva para no ser más cansón, cuando no puede transitar por sus deterioradas calles; es cuando surge la matriz de opinión.
Cuando éstas, y las “otras cosas” también fallan; es cuando el libre pensamiento del común de los mortales, el hombre de a pie, comienza a decir, en voz baja: “algo anda mal”.
Generalmente, la culpa recae sobre el gobierno en sentido general; otros se van directo, no sin razón, a culpar al presidente de la república, por lo malos servicios de su gestión. Siempre ha sido así, no es nada nuevo.
Pero, en su angustiada pena, molesto por las carencias de estos servicios; el mismo hombre de a pie, tal vez de forma inconsciente, pasa por alto que, detrás de estas responsabilidades siempre habrá un gerente, un supervisor, un caporal, una cuadrilla de obreros; quienes son los que tienen la última palabra para que el servicio llegue de forma óptima al usuario.
Si bien es cierto, la responsabilidad es del jefe supremo, por ser el conserje (sin ánimo peyorativo) del país, del estado o del municipio, con la competencia para designar; es necesario pasearse por la experiencia o conocimiento técnico de estos empleados, contratados para tal fin, donde no prevalezca la preferencia por la militancia partidista o la lealtad incondicional del amigo en el poder.
La culpa también viene acompañada cuando colocamos personal sin el mínimo de conocimiento de la materia en cuestión; y lo que es peor, no existe la supervisión o el control de rendimiento. Es cuando tropezamos con la ignorancia y la incompetencia, tanto en el desempeño como en la capacidad para gerenciar, tal o cual dependencia de la administración pública.
Si somo acuciosos en la búsqueda de la culpa, lo más seguro es que nos encontremos con dos de los antivalores más tóxicos de la humanidad: la ignorancia y la incompetencia, conductores expeditos hacia el fracaso.


