Cada 31 de octubre, millones de personas celebran Halloween como una fiesta de disfraces, dulces y decoraciones tenebrosas. Sin embargo, para quienes vivimos la fe católica con coherencia, esta fecha representa una oportunidad para discernir y reafirmar nuestra identidad cristiana. ¿Es Halloween compatible con el Evangelio? ¿Qué valores transmite realmente?

Halloween tiene sus orígenes en el festival celta Samhain, considerado por grupos esotéricos como “la noche de las brujas”. En ella se celebran rituales de invocación, hechizos y prácticas que exaltan lo oculto. Aunque hoy se presenta como una fiesta comercial, su esencia sigue vinculada a símbolos contrarios a la fe: brujas, demonios, muertos, sacrificios y caos.

Vestirse como bruja, demonio o zombi no es inocente. Es una forma de trivializar el mal, de normalizar lo grotesco y de abrir el alma a influencias espirituales que no provienen de Dios. La Iglesia Católica prohíbe expresamente cualquier intento de conjurar a los muertos o de participar en prácticas ocultistas. Halloween, en cambio, promueve lo contrario: invocar, celebrar y jugar con lo tenebroso.

Cristo nos llama a vivir en la verdad, y como dice el Evangelio: “La verdad los hará libres” (Jn 8,32). El cristianismo exalta la pureza, la paz, la comunión y la santidad. Halloween, por el contrario, glorifica la fealdad, el desorden y la violencia. Basta observar sus decoraciones: arañas, esqueletos danzantes, fantasmas, gatos negros y máscaras grotescas. Incluso el saludo infantil de “truco o trato” implica una amenaza: “Si no me das dulces, algo malo puede pasar”. ¿Es este el mensaje que queremos enseñar a nuestros hijos? ¿Es coherente con el amor al prójimo, la generosidad y la paz que predicamos?

Cada año se gastan millones de dólares en disfraces, dulces y decoraciones para Halloween. Es un negocio rentable, pero espiritualmente costoso. Se promueve el exceso, la codicia y el consumo, mientras se ignora el llamado a vivir una vida piadosa, sencilla y orientada al Reino de Dios. ¿Qué pensaría Jesús si viera a sus seguidores disfrazados de demonios, celebrando la oscuridad y participando en rituales que contradicen sus enseñanzas? ¿Qué mensaje damos a quienes no pueden permitirse participar, o a los niños que aprenden que el miedo y el engaño son parte del juego?

Como católicos, tenemos una alternativa hermosa y coherente: el Día de Todos los Santos, celebrado el 1 de noviembre. En lugar de disfraces tenebrosos, vistamos a nuestros niños como santos, mártires y testigos de la fe. Celebremos la vida, la belleza, la esperanza y la santidad. Porque ahí está Dios, y con Dios siempre ganamos.

Halloween no es solo una fiesta: es una oportunidad para elegir entre la oscuridad y la luz. No se trata de juzgar, sino de vivir con coherencia. Como discípulos de Cristo, estamos llamados a ser luz en medio del mundo, a educar con amor y a celebrar lo que edifica. Que este 31 de octubre sea una víspera de santidad, no de sombras


